No hay pregunta más difícil para responder, que aquella que debe desnudar las profundidades de nuestro yo, en la materia que creemos “abarca todo el universo” de nuestra escritura. Si fueron muchos o simplemente algunos, si fueron poemas, libros o simplemente líneas, o silencios o arrebatos: ésa es la cuestión. Mirarse al espejo también significa no mirarse: es quedarse en el medio y, como no quiero que ninguno desde su más allá o más acá, me reclame algo, escribo estas líneas.
Hubo una primera vez. Cuál fue. Aún con un brazo enyesado a causa de andar a altas velocidades en triciclo, cuando rondaba los 6 años, mi madre me llevó a la Av. De Mayo para que eligiese el primer libro de una futura biblioteca. Después de hojear los anaqueles, me gustó uno con páginas escritas simétricamente, páginas matemáticas, calcadas, trozadas. Y fue el libro de tapas anaranjadas, hojas con olor a humedad de la Editorial Sopena, el elegido. Libro para el asombro de los ojos de mi madre. La Divina Comedia del Dante (traducción de Bartolomé Mitre), fue el primer partícipe de mi vida, pero no mi influencia. El Dante fue un caramelo ácido que nunca pude digerir ni aún escuchando las charlas de Duilio Ferraro acerca de su Cielo o Infierno. Intacto e inamovible y para no principiantes, cayó en mis redes solamente por estar construido en verso.
Un par de años más tarde, no muchos, llegaron a mi vida Bécquer, Nervo y Calderón de la Barca. Como todo incipiente en la materia, sus influencias fueron terribles. Pertenecen a esa etapa de la vida que uno ama las mariposas y al amor mismo. Pertenecen a esa etapa que uno se esconde en la cocina y comienza a escribir rimas, sonetos y obras de teatro en verso que hoy pertenecen al grupo de “impublicables” o que engrosan la biografía no autorizada. Ellos adornan mi memoria junto a esta frase histórica de una “maestra de 6º grado”: jamás escribirás la composición tema “la vaca”.
Recorriendo el tiempo vinieron Alfonsina Storni, Pizarnik y otra gama de mujeres poetas. Esas poetas que meten miedo y erizan la piel y que se apropian de las dedicatorias y epígrafes de muchos, los que las arrastran como marcas indelebles dentro de su espacio poético. Ninguna me influenció.
Cuando comencé mi época de talleres de poesía, lo primero que abordé fue el soneto. Algo didáctica la forma que inventé para poder crearlos. Hojas cuadriculadas y una sílaba por cuadrado. Cientos de borradores para simularme un Lope de Vega, hasta que di a luz el soneto perfecto: lo primero publicable en una antología mientras seguía escribiendo, todas las mañanas a escondidas, y ya dejando la juventud, antes de ir a trabajar, sin saber para qué ni para qué y, menos, para quién.
Después de más talleres y lecturas y más lecturas, al cruzar la esquina, choqué con Enrique Molina, al que conocí en la III Feria Internacional del Libro en una entrega de premios, y Olga Orozco, la que me escuchó leer públicamente por primera vez. Puedo decir que por ahí, comienza la historia. Algunos de mis libros inéditos, porque ya el mismo tiempo lo quiere así, se han dispersado en distintas antologías con un rebote de estas lecturas. Después vendrá Lezama Lima. Uno de mis respetuosos admirados.
Con más lecturas que pasiones, quiero detenerme un instante en el poeta que sí cambió el rumbo de mi poesía: Mario Morales. Descubrirlo fue como entrar en un mundo fantástico, un mundo dado vuelta. Empecé a entender ese por qué y para qué. Mi libro “El dolor de los silencios o el eco de los sonidos”, al que denomino mi poética o ese libro de reflexión entre el arte de la creación y la creación misma, da cuenta de ello. Creo, que todos tenemos ese poema dedicado a esta instancia de nuestras vidas. Dice:
ANTES DE HABLAR HAY QUE APRENDER A ESTAR SOLOS
MARIO MORALES
¿Es la vida del poeta
violencia y rencor,
celos que hacen del corazón
un archivo de miserias?
Para qué
escribir infamias, ambiguas dedicatorias,
traicionar Al Maestro o Al Joven Discípulo,
imaginar epitafios para los vivos en lugar de amarlos
como se ama el sol y la noche interminable
que nos une a todos
en la palabra que nos separa de todo.
(EL MEJOR MAESTRO ES EL VIENTO.
El mejor poema, un amigo.)
HAY QUE APRENDER DE LOS ÁRBOLES
EL SILENCIO Y LA CAÍDA.
Ese fue el primer paso. Luego volveré a otros autores. Digo esto porque mis influencias no se basaron solamente en poetas y sus poesías. Voy a incluir en este ítem a Platón, Jean-Paul Sartre, Albert Camus y Friedrich Nietzsche y más adelante, Marguerite Duras. Viene bien, también que recuerde ahora, las largas charlas sobre estos autores que he mantenido con una amiga del alma “Lylian Justribo”. Con ella, diría coloquialmente, “destripé” los pensamientos, aunque los porqués, en poesía, todavía seguimos buscándolo. Cada uno en lo suyo, por sus filosofías, por sus silencios, o forma de encarar la vida o simplemente de vivirla. Tampoco quiero dejar de mencionar mi admiración por el cuadro de Rubens “Las tres Gracias” pues él, es el que flota imaginariamente en mi último libro “hueso de durazno” ni olvidarme ni de Chopin o Vivaldi, los de las tardes de arduas correcciones.
Otros que tuvieron su presente en mí fueron Neruda y Lorca. Cada uno en lo suyo, pero juntos. Ambos me llevaron a investigarlos en su estancia por la Argentina. A rastrear artículos, ensayos, conversaciones y otras cuestiones. Trabajé sobre ellos y creo que aún lo sigo haciendo. Escribí un ensayo, breve por cierto, que fue presentado en España por Beatriz Olga Allocati. Me conmueve aún, tener en mi archivo, la copia de la partida de nacimiento de Lorca y el haber recorrido las tres casas de Neruda, las que lo inspiraron, o al menos, el pasar los últimos momentos de su vida.
Cuando nuestro Borges desconocía a Vicente Aleixandre, él ya había encarnado en mí todo su erotismo. Tomé prestado esa forma de decir y de sugerir lo bueno y lo malo del amor.
Como bien dijera al principio, no es una obra de determinado autor ni el autor mismo el que pareciera querer estar dando tumbos en mi poesía. De la mano de Susana Fernández Sachaos y nuestra pasión por Grecia, conocí a los poetas griegos. Y ahí me quedé con ellos entre los brazos. Con el mar de Elytis y la pasión de Kavafis. No hay mejor mar que el que describe Elytis desde la ventana de su casa, completamente blanca, en las alturas de Atenas. El mar color “zafiro”, que da título a una serie de trabajos de mi autoría dedicados a un amor en las bellas islas helénicas. Nombro a los dos, porque dentro de ese espíritu de contradicción que tenemos los poetas, uno le da título al libro y el otro aportó los epígrafes, como para que no se peleen.
El rasgo femenino (aunque no crea en esto de la poesía femenina), el rasgo femenino que ronda en mi poesía, sobre todo en estos últimos tiempos, es otro préstamo. Cabe mi mención a Diana Bellessi, pero no es mi influencia.
Dejé para este último párrafo a Octavio Paz. Tal vez, porque ya no tenga palabras como para describirlo. Cuando se deja al final a un autor quiere decir que es todo, o es lo más, como dicen ahora los jóvenes. Releo sus ensayos, repaso sus artículos, y lo escucho en alguno de sus poemas. Sobre todo en su poema SALAMANDRA, del cual leeré un fragmento. Poema donde la magia, la leyenda y el juego de palabras, tal rompecabezas, se unen con un solo propósito: el ritmo. La versión leída por el autor es de aproximadamente 6 minutos, tiempo que excede, esta propuesta.
Como en los mejores tiempos escolares, este ha sido un brevísimo resumen similar a aquellos de quince centímetros de largo por diez de ancho, que seguramente todos usamos, allá lejos y hace tiempo.
leído en la SADE - SOCIEDAD ARGENTINA DE ESCRITORES EN EL MARCO DEL ENCUENTRO REALIZADO POR LA ASOCIACIÓN AMERICANA DE POESÍA
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